Época: Postmodernidad
Inicio: Año 1973
Fin: Año 2000

Antecedente:
Los conflictos del nuevo orden mundial
Siguientes:
La Guerra del Golfo



Comentario

La crisis producida en el Golfo Pérsico como consecuencia de la invasión de Kuwait por Iraq devolvió súbitamente al mundo a una atmósfera de guerra durante los siete meses que duró, de los que seis semanas resultaron de conflicto armado. Se trató de una crisis extraordinariamente transparente a los ojos de la opinión pública universal y, al mismo tiempo, radicalmente nueva tanto en su origen como en su resolución. La peculiaridad empezó por nacer de lo súbito de su planteamiento. A fines de 1990, la atención de todos los observadores internacionales estaba puesta en Europa y, por vez primera en mucho tiempo, la inmensa mayoría de los juicios prospectivos acerca de las relaciones internacionales se mostraba eufórica. Lo sucedido constituyó la prueba de que la llamada "política de la cañonera", aplicada por los Estados Unidos en otros momentos de la Historia, podía ahora ser empleada por potencias de menor entidad.
Iraq invadió Kuwait en la esperanza de contar con la pasividad del resto del mundo. Cabe preguntarse, no obstante, si esta esperanza estaba justificada o si nació, por el contrario, de una radical ignorancia de la realidad internacional o de la ceguera de un dictador. Para Iraq, Kuwait era una reivindicación antigua, originada en 1961, fecha en que logró su independencia tras haber sido un protectorado británico propiedad de la familia Al Sabah. El pequeño país disponía de unas reservas petrolíferas excepcionales y era una presa muy atractiva para un Estado, como el iraquí, muy endeudado y que no había conseguido una victoria resolutiva en su conflicto con Irán.

De hecho, Iraq había actuado siempre como un poder militar que imponía su protección a los menos poderosos desde el punto de vista militar, pero más ricos, Estados de la zona: ya en 1990 había exigido 10.000 millones de dólares a Kuwait y cantidades semejantes a los países temerosos de la revolución iraní. Además, Iraq acusaba a los kuwaitíes de contribuir al estancamiento del precio del petróleo. Otra cuestión es la que se refiere al juicio que Sadam pudo tener acerca de la posible reacción norteamericana. Ya veremos que, de hecho, los Estados Unidos habían coincidido con él en sus intereses estratégicos en la zona, pero Sadam pudo pensar que no habría reacción por una razón derivada de la tradicional incapacidad de reacción de las democracias. A la embajadora norteamericana le dijo que su país no sería capaz de perder diez mil hombres en tan sólo una batalla.

No cabe la menor duda de que los norteamericanos no sintieron conciencia de peligro por la actitud de Sadam Hussein, a pesar de que éste les entregó en julio de 1990 un memorándum muy explícito sobre sus propósitos. Una parte considerable, en fin, de los motivos de la invasión radicaron en que Sadam no vio otra salida a su situación. La guerra con Irán había dejado exhausto a Iraq, hasta el punto de que podía considerar que tardaría dos décadas en reconstruirse. Pero ello revelaba su fragilidad. Iraq importa el 80% de sus alimentos y su exportación prácticamente única es el petróleo, por lo que podía ser sometido a un embargo.

En Estados Unidos, como ya se ha indicado, existió siempre una propensión, no por completo infundada, a considerar que Sadam exageraba y que no quería otra cosa que intimidar para acabar pactando un acuerdo satisfactorio; en un primer momento, kuwaitíes y egipcios debieron pensar aproximadamente lo mismo. Nadie pensó que la intimidación se convirtiera en invasión. En el pasado, los Estados Unidos habían considerado a Sadam como un poder independiente de los soviéticos y flexible ante la disputa entre israelíes y palestinos.

Existía, por si fuera poco, una coincidencia estratégica entre ambas enemistades con Irán pero, con el paso del tiempo, temieron la conversión de Iraq en una potencia nuclear. Se trataba ya un poder militar muy importante que dedicaba el 60% de sus ingresos petrolíferos a la compra de armas. En potencia de fuego, algunos expertos consideraban al iraquí el cuarto ejército del mundo pero la valía de sus unidades era muy discutible, tal como se habían comportado en la guerra con Irán. Lo decisivo en el juicio de los norteamericanos fue el hecho de que, después de la invasión, Iraq controló nada menos que el 20% de los recursos mundiales de petróleo y, por ello, constituía un peligro para todos, no sólo para los norteamericanos, porque el 30% de los recursos energéticos de Brasil y el 12% de los de Japón tenían esa procedencia.

De todos modos, en este momento, a diferencia de lo sucedido en 1973, aunque el precio del petróleo creciera de forma muy considerable, no había peligro inmediato de desabastecimiento, pues las reservas existentes podían durar todavía cinco meses. Además, un elevado número de países, principalmente los regímenes reaccionarios del Golfo, no tuvieron inconveniente en incrementar su producción. Un temor complementario de los norteamericanos nació de la posibilidad de que los iraquíes no se contentaran con ocupar Kuwait: el ejército saudí sólo contaba con unos 70.000 hombres y la capital del reino podía ser capturada en tan sólo seis días. De ahí el despliegue rápido de la aviación norteamericana: a mediados de septiembre, ya había 700 aviones en suelo de Arabia Saudí. En el resto de los países occidentales la propensión dominante tendió a tomarse la invasión iraquí con mayor indiferencia, pero en los Estados Unidos muy pronto el apoyo al presidente Bush en la opinión pública ascendió a un porcentaje del 80%.

La invasión de Kuwait tiene muy poco que contar desde el punto de vista militar. Fue llevada a cabo por 140.000 iraquíes y 1.800 tanques que se enfrentaron a apenas 16.000 kuwaitíes, que ni siquiera estaban movilizados por completo. El 2 de agosto comenzaron las operaciones y el 8 concluyeron. Aparte de la diferencia de efectivos, el iraquí era un ejército relativamente aguerrido como consecuencia de la guerra con Irán y abundantemente armado gracias a la colaboración de Francia (que había conseguido hacer un negocio de entre 15 y 17.000 millones de dólares) y, más aún, de la URSS. Una posible prueba de que Sadam Hussein actuó de forma súbita se encuentra en que llevó a cabo una anexión definitiva como respuesta al envío de una fuerza norteamericana de protección cuando al principio se conformó tan sólo con auspiciar un Gobierno provisional para el emirato.

Los Estados Unidos se comportaron a continuación como una especie de gendarme del orden mundial que había recuperado la confianza en sí mismo pero que en la práctica era financiado como un mercenario por los vencidos de otros tiempos, como podían ser los japoneses y los alemanes, o por países con escaso peso en el mundo internacional, como Arabia Saudí. Aunque no hubiera sido así, los norteamericanos hubieran intervenido en el Golfo Pérsico gracias al grado de unanimidad lograda por el presidente. Desde 1975, los presidentes norteamericanos necesitaban el permiso del Congreso para el empleo de unidades militares. En el Congreso, Bush -que había pertenecido a él y era consciente, por tanto, de que necesitaba su apoyo- consiguió setenta votos de mayoría y en el Senado cinco, lo cual podía considerarse como una ventaja suficiente y satisfactoria. Pero si tres senadores hubieran cambiado su voto, el resultado hubiera sido el contrario.

Existía una diferencia radical con la Guerra de Vietnam: el origen de la intervención era una invasión, no había peligro de una guerra de guerrillas y desde un principio fue evidente que debían ser desplegadas las suficientes tropas como para aplastar al adversario. Sin embargo, hay que tener en cuenta que algunas de las predicciones de los especialistas presuponían que se producirían 7.000 muertos propios; con que se hubiera llegado a 1.000 la opinión pública norteamericana se hubiera resentido gravemente.

De cualquier modo, los Estados Unidos no se limitaron a una intervención propia, sino que lograron el apoyo de la ONU y la colaboración de una amplia gama de aliados. Una resolución de su Consejo de Seguridad suscrita el 25 de agosto supuso la condena sin paliativos de Iraq. Por vez primera, se pudo interpretar que la URSS y los Estados Unidos tenían una posición idéntica en lo que respecta a un conflicto internacional, aunque la realidad de fondo era mucho menos clara que esa apariencia: si la situación política interna soviética hubiera sido más estable y la económica más positiva, la resistencia de los soviéticos a desprenderse de un aliado tradicional hubiera podido ser mayor, aún a pesar de la Perestroika. Lo verdaderamente más importante y novedoso fue que en la ONU no funcionó el veto y, como consecuencia, resultó posible su correcto funcionamiento.

No bastaba tener el apoyo de la ONU, sino que a los norteamericanos les fue preciso disponer de las colaboraciones necesarias para emprender la ofensiva de reconquista. El autor de la gran coalición -y también quien evitó que le pudieran surgir enemigos- fue el secretario de Estado norteamericano, James Baker, que llegó a visitar doce países en tres continentes en tan sólo dieciocho días. La URSS, que en realidad carecía ya de influencia sobre Sadam Hussein, ofreció resistencia sobre todo en el momento de iniciarse las operaciones bélicas; en buena medida, su apoyo fue comprado gracias a un crédito.

En otras circunstancias, los soviéticos hubieran manifestado su temor a los norteamericanos pues a fin de cuentas el conflicto se producía a tan sólo 1.000 kilómetros del Cáucaso. Turquía pidió ventajas económicas pero fue un aliado colaborador a pesar de su cercanía al conflicto. Arabia y los emiratos incrementaron su producción petrolífera. Egipto, a pesar de que tenía una gran población emigrante en Kuwait, no dudó en alinearse con los norteamericanos. Israel supo abstenerse de cualquier participación incluso cuando Sadam trató de reconvertir la guerra en su contra. El gran adversario de Sadam Hussein era el presidente sirio Assad, con quien Baker tuvo hasta once reuniones, alguna de las cuales duró más de cuatro horas; acabó colaborando tras esas gestiones. Jordania tenía un sesenta por ciento de su población palestina y por Aqaba entraba el comercio de Iraq; además, todo su petróleo era de esa procedencia. Sólo fue posible esperar de ella una neutralidad incluso con algunas declaraciones proiraníes. De los aliados occidentales, fue Francia el menos colaborador con los Estados Unidos.

Mientras tanto, Sadam Hussein se encontró en la situación de que su retirada de Kuwait le deterioraba gravemente de cara al interior de su país. Había confiado demasiado en su capacidad militar pero en la guerra contra Irán había llevado la mejor parte por su superioridad de fuego y completo dominio del aire, circunstancias que no podían repetirse en el presente caso. Como su prioridad absoluta era la conservación de su poder, resguardó sus mejores tropas para mantener el control interno de su país y mientras tanto hizo varios gestos que querían parecer tentativas de salida pacífica.

Los iraquíes se sirvieron de los rehenes de un modo que durante tres meses dio la sensación de que sus adversarios eran los inflexibles. Con la toma de Kuwait, Sadam había incrementado sus rehenes hasta un millón, por los inmigrantes árabes y asiáticos allí residentes, pero a quienes utilizó exclusivamente fue a los occidentales que retenía en sus manos. Lo hizo de un modo que pretendía tener efecto sobre la opinión pública occidental, pero su éxito fue tan sólo parcial y poco duradero.

El Ejército aliado destinado a la liberación de Kuwait tuvo una abrumadora presencia norteamericana (500.000 soldados norteamericanos frente a unos 36.000 británicos y egipcios; 20.000 sirios que no actuaron pero aceptaron que se sobrevolara su territorio; 15.000 franceses y 10.000 paquistaníes). La operación llevada a cabo designada con el nombre Tormenta del Desierto consistió en dos fases sucesivas; la primera de bombardeos aéreos, a partir de enero de 1991, y una posterior ofensiva terrestre, a partir del 24 de febrero.

Muy pronto, los aliados consiguieron un completo dominio del aire con muy pocas bajas: se perdieron 27 aviones, en especial "Tornado" británicos, frente a los 2.000 empleados. Previamente se utilizaron dos armas nuevas, el cazabombardero invisible para el radar Stealth y los misiles Tomahawk, enormemente precisos a pesar de ser lanzados desde centenares de kilómetros. Los bombardeos de infraestructuras tuvieron tal resultado que se llegó a la conclusión de que algunas sólo podrían ser reconstruidas por completo en veinte años. Tras esta primera fase, destinada a la paralización de la capacidad de respuesta, los bombardeos prosiguieron sobre las propias fuerzas militares.

Hubo una ofensiva iraquí al final de enero pero no pasó de ser "el picotazo de un mosquito a un elefante", tal como la describieron los especialistas. Cuando se produjo la ofensiva aliada por tierra, al ejército de Sadam sólo le quedaba menos del 40% de la artillería y de los carros. De las salidas aéreas aliadas, el 85% habían sido norteamericanas. Ahora de nuevo, se impuso la absoluta superioridad de la técnica: en 100 horas los aliados habían conquistado el 15% del territorio iraquí y de las 43 divisiones adversarias sólo quedaron 7 en condiciones de operar. Sadam demostró, con su carencia de perspicacia para descubrir lo que iba a suceder, que en realidad no fue nunca un buen soldado.

Sólo con la utilización de los misiles soviéticos Scud pudo desequilibrar en algún momento la batalla a su favor si hubiera logrado, lanzándolos contra los israelíes, que éstos reaccionaran interviniendo en el conflicto. Pero sólo disparó un máximo de cinco por día y el tiro fue siempre impreciso; además, los israelíes contaron con los misiles defensivos Patriot proporcionados por los norteamericanos. Al final, a Sadam no le cupo otra solución que el reconocimiento de su derrota. Los muertos aliados fueron menos de 500; los datos del adversario resultan muy difíciles de precisar, pero deben ser medidos en decenas de millares.

Tal como lo denominó un libro norteamericano, el de la Guerra del Golfo fue para la comunidad internacional un "triunfo sin victoria". Se había demostrado cierta la sentencia de Mauricio de Sajonia: "No son los grandes Ejércitos quienes triunfan en las batallas sino los mejores", es decir, los más avanzados desde el punto de vista tecnológico. El resultado de la guerra, sin embargo, supuso la liberación de Kuwait pero no la caída de Sadam, capaz de conservar el poder a pesar de la revuelta interna de los chiítas en el Sur y de los kurdos en el Norte, pues había resguardado parte de sus mejores tropas para emplearlas contra ellos. Fue, pues, un mal soldado pero también un dictador dispuesto mantenerse hasta el final: se equivocó en casi todo excepto en pensar que él mismo se mantendría en el poder. No muchos meses después del final de la guerra los parados norteamericanos paseaban con carteles que decían "Sadam sigue teniendo su trabajo".

Iraq fue condenado por la ONU a pagar los gastos de la guerra y a eliminar sus armas de destrucción masiva. En 1994, tuvo que aceptar reconocer a Kuwait, cosa que nunca había hecho, pero en un año había reconstruido parcialmente su Ejército. La comunidad internacional tuvo, de esta manera, razones para mantener su temor a la posibilidad de que llegara a fabricar la bomba atómica cuando tan sólo le faltaban unos meses -entre doce y dieciocho- para conseguirla en el momento de la invasión.

Durante el conflicto, los iraquíes dieron la sensación de no descartar por completo su propio holocausto pero, en realidad, siempre estuvieron dispuestos a pactar. De nuevo, en la posguerra quisieron hacerlo desde una posición de fuerza. Eso exigió una concienzuda vigilancia durante toda la década de los noventa que concluyó con dos bombardeos cuando los iraquíes no dejaban que los inspectores de la ONU cumplieran su cometido.

Las consecuencias más positivas de la Guerra del Golfo pueden situarse en la apertura del proceso de paz en Oriente Medio. Para la OLP, que se había entregado a los iraquíes, su derrota en el conflicto supuso algo muy parecido a situarse al borde del suicidio. Por otro lado, los Estados Unidos habían conseguido acercarse a un adversario tradicional como era Siria y, sobre todo, descubrieron la posibilidad de que la inestabilidad persistente en Medio Oriente por culpa del conflicto árabe-israelí pudiera solucionarse.

Como apuntó Baker a Assad, la paz, como el nacimiento de un hijo, era posible cuando se daban las circunstancias y ahora parecían existir. Lo más decepcionante del resultado de la Guerra del Golfo fue lo acontecido con la vida social y política de Kuwait. Las mujeres siguieron teniendo prohibido conducir coches y un joven palestino fue condenado a quince años de cárcel por vestir una camiseta con el rostro de Sadam.